La corrección fraterna está inscrita en la tradición cristiana desde el evangelio de Mateo 18, 15-17, donde Jesús marca una pedagogía en cómo se debe de proceder cuando algún hermano de la comunidad ha fallado, una pedagogía que busca introducir una nueva lógica desde el amor, la misericordia y la inclusión.
En vez de abordar la falta con un señalamiento bañado de juicio y reproche que genera una actitud defensiva; Jesús propone un espacio personalizado de encuentro, que ayude a la persona a abrirse al reconocimiento de la falta y que favorezca una actitud de conversión.
La creación de este ambiente no amenazante es crucial para que la corrección fraterna pueda generar los frutos de transformación deseados por Jesús, donde la persona pueda, por un lado, “saberse amado como es”, pero teniendo la convicción que “Dios nos sueña de manera diferente”. Únicamente desde la mirada de Dios puede brotar lo mejor que hay en cada uno de nosotros y la motivación para realizarlo.
La corrección fraterna nos ayuda en nuestro camino de crecimiento en la fe y constante necesidad de conversión. Sin ella, difícilmente podríamos descubrir nuestros autoengaños y apegos desordenados, esas resistencias interiores que nos llevan a alejarnos del sueño que Dios tiene para cada uno.
En el ser humano habrá siempre una tendencia a querer salvarse a sí mismo, de ver por sí mismo. A esto se le llama el ego, y a través de él se puede colar sutilmente la lógica del egoísmo, del orgullo, de la vanidad, de la avidez y de la autosuficiencia que llevan a la auto referencialidad. Cuando estas actitudes se imponen en nuestras ideas y creencias, nos ciegan a ver la lógica de entrega y donación a la que estamos llamados, cerrándonos también a nuestra plenitud y realización.
Ante esta ceguera, lo que nos puede ayudar es recibir el contraste de una persona cercana que nos acompañe a reconocer los efectos de nuestros comportamientos y ausencias sobre nuestro entorno y nuestras relaciones. El otro es quien nos permite poder mirar más allá de nosotros mismos, desenmascarando aquello donde nos hemos buscado a nosotros mismos.
En esta línea, la corrección fraterna es también la que en el acompañamiento a reconocer aquello donde hemos faltado al amor, nos lleva a la humildad. Pues la humildad como decía Santa Teresa de Ávila es “andar en la verdad”. Conociendo lo que somos, en nuestras fortalezas, pero también en aquello que nos hace caer y en lo que debemos reparar.
La humildad, lejos de ser una humillación, es un abajamiento que nos abre a la libertad desde esa verdad. Es un reconocer aquello que no somos y no podemos, para recibir ayuda en nuestros hermanos y a descubrir nuestra existencia en constante interdependencia. Encontrarnos con esta profunda verdad de nosotros mismos es liberador, pues nos abre al misterio de la confianza, sabiendo que no tenemos que ser omnipotentes, ni responsables de todo y que podemos también contar con el otro.
Así, la humildad, nos abre constantemente a la realidad descentrándonos de nosotros mismos y se convierte en la puerta para que la presencia del otro sane nuestras ausencias. Toda falta tiene que ver con ausencia, y toda reparación con presencia. Ahí, donde experimentamos el abrazo y la mirada de Jesús, como con la mujer adúltera, sus palabras también nos liberan “¿quién te condena?”. Y en esa liberación quedamos disponibles para el el servicio y la entrega.
Esta disponibilidad acontece a través de la gratitud, que amplía nuestro corazón hacia la generosidad y que rompe con el círculo de la auto referencialidad y autosuficiencia. Entre más nos dejamos alcanzar por el dinamismo de la corrección fraterna, más podemos salir de nosotros mismos creciendo desde la humildad en libertad.
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